HIPOLITO IRIGOYEN Y ABDOM GARCIA ESCRIBE RAQUEL LAUDANI


Hipólito Irigoyen y Abdom García, Ciudadela




Foto: Graciela R. Montenegro



Noches de bronca y de ginebra

El bar, como siempre, estaba repleto de codos endebles en el mostrador. La noche traía ese olor acre que sólo se siente en las guardias de los hospitales o en sucuchos como estos.
En el aliento fétido de la madrugada viajaba su nombre. Lo pronunciaba entre ginebra barata y restos de bronca en los dientes. “Sonia, decía; y repetía una y otra vez la broma gastada: “Soniá… y cumplo las fantasías que quieras”. Se insinuaba sin demasiadas respuestas. Ya había pasado su tiempo de caderas firmes. Lo malgastó al lado de un tipo con sombrero que le dio una cama tibia en un cuarto repleto de lágrimas. Hacía tiempo que había escapado de los barrotes de sus brazos. Andaba sola. Sonia sacudía la cabeza acentuando sus pisadas y dejaba ver uno de sus ojos detrás del mechón rojizo. Le costaba dar los pasos. No lograba avanzar más allá de las dos baldosas que la separaban de las mesas. Rogaba en silencio por un cliente, al menos uno en la noche agónica.
El tipo del sombrero se paró en la puerta del bar y estiró su cuello como buscando una guía. Las luces del cartel habían dejado de parpadear en el último apagón. La buscaba entre el humo y su sombra. Le tenían prohibida la entrada. La última vez que se emborrachó, sacó un cuchillo de mango marfil y amenazó a una de las nuevas, confundiéndola con Sonia. Metió la mano en su bolsillo para agarrarlo, pero no lo encontró. Tal vez lo habría perdido en el último encuentro con ella, el día en que fue por sus cosas.
No entró. Volvió sobre sus pasos. Se quedó en la esquina esperando hasta que saliera el último cuerpo tambaleante del bar. Un auto dio brillo a los adoquines de la calle y le hizo aguzar la mirada.
Ahí la vio. La palidez de su rostro contrastaba con el tapado rojo y dejaba en claro que no había en ella días, sino demasiadas noches. Se acercó y la agarró del brazo, del mismo en el que había dejado su marca la última vez.  Tantas noches de búsqueda. Tantas intentando recuperarla.  La aferró con fuerza y no pudo soltarse. Le recordó al oído quién era su dueño. Ella, que sentía que ya había saldado la deuda contraída a cambio de un techo, rió en su cara para no dejarle saborear el triunfo de haberla encontrado. El sonido se incrustó en el tipo del sombrero. No podía soportar la derrota.
El cuchillo de mango marfil salió del tapado rojo disparado hacia adelante. El le clavó sus ojos, más profundo que ella el puñal. Sonia lo vio caer y supo que nunca podría salir de ese infierno.
Raquel Laudani

©Raquel Laudani


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